Empezó el segundo tiempo

Mié, 08/08/2012 - 09:02
Del Presidente Santos puede decirse que ha tenido, a la vez, la fortuna y el infortunio de ser el sucesor del expresidente Uribe.

Lo primero, porque fue elegido gracias al éxito de su antecesor, d
Del Presidente Santos puede decirse que ha tenido, a la vez, la fortuna y el infortunio de ser el sucesor del expresidente Uribe. Lo primero, porque fue elegido gracias al éxito de su antecesor, de quien heredó una política pública respaldada mayoritariamente en las urnas, en tres ocasiones, y el inmenso apoyo de la opinión al rumbo que dicha política le dio al país. Y lo segundo, por cuanto  las comparaciones, con respecto al estilo del liderazgo, le han resultado inevitables. A Juan Manuel Santos no le tocó una transición tradicional. Recibió la Presidencia de las manos de quien derrotó, por primera vez en la historia reciente, al candidato oficial de su propio partido. Reemplazó a un dirigente de provincia que en pocos meses, gracias a que interpretó bien el sentimiento de los colombianos, superó la ventaja que tuvo en las encuestas, a lo largo de la campaña,  un líder probado y seguido como Horacio Serpa. Le correspondió suceder a un mandatario que fue depositario de la confianza de la gente para ejercer durante dos períodos  y logró edificar niveles de apoyo desconocidos en la política nacional, desde el punto de vista de su solidez y consistencia. Recibió el mandato de ser el continuador de la obra de quien obtuvo ese respaldo merced a los resultados, y a un estilo personal que dejó de lado ciertas tradiciones acartonadas en el ejercicio del poder. En sus manos, pues, quedó la suerte de un país que se había acostumbrado a la comunicación directa del Presidente con los ciudadanos, la presencia constante en las regiones, la política clara, el mensaje claro y una capacidad sorprendente para enfrentar las crisis en forma personal y directa. Dos años después, todas las encuestas indican que los colombianos se sienten insatisfechos con la labor del gobierno, lo que pone en evidencia que se necesitan rectificaciones. El segundo tiempo le va a poner dificultades mayores al objetivo de corregir con éxito. Cada día que pase estará más lejana la época de la luna de miel y se acercará la nueva etapa electoral con todas sus implicaciones. Ya no hay tiempo para que penetren las genialidades de los publicistas, ni espacio para que florezca la fertilidad de los comunicadores. Inventarse a estas alturas otra política o soñar con una idea genial no parecen caminos viables. Así como confiar en que se darán las condiciones para iniciar y concluir con éxito un proceso de paz con las Farc, sería ingenuo e irreal. La verdad es que si las  cosas siguen como van, se insinuarán tormentas en el horizonte que son inconvenientes para Colombia. Sin embargo, hay razones para tener esperanza.  El camino que cuente con el respaldo de la gente para que el país avance, no es necesario ponerlo en consideración de una cumbre de pensadores y especialistas en relaciones públicas. Ya está claro. Los ciudadanos lo escogieron en 2002, lo respaldaron de nuevo en el 2006 y, aún de cara a la opción real de cambio, que se les ofreció en el 2010, lo apoyaron otra vez ese año, al pronunciarse en favor de la continuidad. Esa fue una de las mayores muestras de madurez del electorado de una nación todavía en construcción, crítica y rebelde, que algún día habrá que analizar con detenimiento. Por lo pronto, nadie está esperando que Santos sea igual a Uribe, porque no lo es; tampoco que haga las cosas con el mismo estilo, toda vez que son distintos. Ningún colombiano le está reclamando al jefe del Estado  que deje de mejorar lo que encontró o que se abstenga de corregir errores, en tanto eso debe hacerlo; ni mucho menos que solicite la venia de su antecesor para gobernar, ya que es el Presidente. Nada de eso. No obstante,  la mayoría sí le pide que conserve el rumbo que recibió, lo que le sirvió para ser elegido, con claridad  y sin ambigüedades que le hagan daño a Colombia y a su gobierno, el cual tan necesitado está de recuperar el respaldo que tuvo y perdió.
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